María pasó la fiesta del sábado rezando en la
gruta, meditando con gran concentración. José salió varias veces: probablemente
fue a la sinagoga de Belén. Los vi comiendo alimentos preparados días antes y
rezando juntos. Por la tarde, cuando los judíos suelen hacer su paseo del
sábado, José condujo a María a la gruta de Maraha, nodriza de Abrahán. Allí se
quedó algún tiempo. Esta gruta era más espaciosa que la del pesebre y José
dispuso allí otro asiento. También estuvo bajo el árbol cercano, orando y
meditando, hasta que terminó el sábado.
José la volvió a llevar, porque María le dijo que el nacimiento tendría lugar
aquel mismo día a medianoche, cuando se cumplían los nueve meses transcurridos
desde la salutación del ángel del Señor. María le había pedido que lo tuviera
dispuesto todo, de modo que pudiesen honrar en la mejor forma posible la
entrada al mundo del Niño prometido por Dios y concebido en forma sobrenatural.
Pidió también a José que rezara con ella por las gentes que, a causa de la
dureza de sus corazones, no habían querido darles hospitalidad. José le ofreció
traer de Belén a dos piadosas mujeres, que conocía; pero María le dijo que no
tenía necesidad del socorro de nadie.
En cuanto se puso el sol, antes de terminar el
sábado, José volvió a Belén, donde compró los objetos más necesarios: una
escudilla, una mesita baja, frutas secas y pasas de uva, volviendo con todo
esto a la gruta. Fue a la gruta de Maraha y llevó a María a la gruta del
pesebre, donde María se sentó sobre sus colchas, mientras José preparaba la
comida. Comieron y rezaron juntos.
Hizo José una separación entre el lugar para
dormir y el resto de la gruta, ayudándose de unas pértigas de las cuales
suspendió algunas esteras que se encontraban allí. Dio de comer al asno que
estaba a la izquierda de la entrada, atado a la pared. Llenó el comedero del
pesebre de cañas y de pasto y musgo y por encima tendió una colcha. Cuando la
Virgen le indicó que se acercaba la hora, instándole a ponerse en oración, José
colgó del techo varias lámparas encendidas y salió de la gruta, porque había
escuchado un ruido a la entrada. Encontró a la pollina que hasta entonces había
estado vagando en libertad por el valle de los pastores y volvía ahora,
saltando y brincando, llena de alegría, alrededor de José. Este la ató bajo el
alero, delante de la gruta y le dio su forraje.
Cuando volvió a la gruta, antes de entrar, vio a la Virgen rezando de rodillas
sobre su lecho, vuelta de espaldas y mirando al Oriente. Le pareció que toda la
gruta estaba en llamas y que María estaba rodeada de luz sobrenatural. José
miró todo esto como Moisés la zarza ardiendo. Luego, lleno de santo temor,
entró en su celda y se prosternó hasta el suelo en oración.
XLIV
Nacimiento de Jesús
He visto que la luz que envolvía a la Virgen se
hacía cada vez más deslumbrante, de modo que la luz de las lámparas encendidas
por José no eran ya visibles. María, con su amplio vestido desceñido, estaba
arrodillada en su lecho, con la cara vuelta hacia el Oriente. Llegada la
medianoche la vi arrebatada en éxtasis, suspendida en el aire, a cierta altura
de la tierra. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho. El resplandor en torno
de ella crecía por momentos. Toda la naturaleza parecía sentir una emoción de
júbilo, hasta los seres inanimados. La roca de que estaban formados el suelo y
el atrio, parecía palpitar bajo la luz intensa que los envolvía. Luego ya no vi
más la bóveda.
Una estela luminosa, que aumentaba sin cesar en
claridad, iba desde María hasta lo más alto de los cielos. Allá arriba había un
movimiento maravilloso de glorias celestiales, que se acercaban a la tierra y
aparecieron con toda claridad seis coros de ángeles celestiales. La Virgen
Santísima, levantada de la tierra en medio del éxtasis, oraba y bajaba la
mirada sobre su Dios, de quien se había convertido en Madre. El Verbo Eterno,
débil Niño, estaba acostado en el suelo delante de María.
Vi a nuestro Señor bajo la forma de un pequeño
Niño todo luminoso, cuyo brillo eclipsaba el resplandor circundante, acostado
sobre una alfombrita ante las rodillas de María. Me parecía muy pequeñito y que
iba creciendo ante mi mirada; pero todo esto era la irradiación de una luz tan
potente y deslumbradora que no puedo explicar cómo pude mirarla. La Virgen
permaneció algún tiempo en éxtasis; luego cubrió al Niño con un paño, sin
tocarlo y sin tomarlo aún en sus brazos.
Poco tiempo después vi al Niño que se movía y lo
oí llorar. En ese momento fue cuando María pareció volver en sí misma y,
tomando al Niño, lo envolvió en el paño con que lo había cubierto y lo tuvo en
sus brazos, estrechándolo contra su pecho.
Se sentó, ocultándose toda Ella con el Niño bajo su amplio velo y creo que le
dio el pecho. Vi entonces en torno a los ángeles, en forma humana, hincándose
delante del Niño recién nacido, para adorarlo. Cuando habría transcurrido una
hora desde el nacimiento del Niño Jesús, María llamó a José, que estaba aún
orando con el rostro pegado a la tierra. Se acercó, prosternándose, lleno de
júbilo, de humildad y de fervor. Sólo cuando María le pidió que apretara contra
su corazón el Don Sagrado del Altísimo, se levantó José, recibió al Niño entre
sus brazos y derramando lágrimas de pura alegría, dio gracias a Dios por el Don
recibido del cielo.
María fajó al Niño: tenía sólo cuatro pañales.
Más tarde vi a María y a José sentados en el suelo, uno junto al otro: no
hablaban, parecían absortos en muda contemplación. Ante María, fajado como un
niño común, estaba recostado Jesús recién nacido, bello y brillante como un
relámpago. "¡Ah, -decía yo- este lugar encierra la salvación del mundo
entero y nadie lo sospecha!"
He visto que pusieron al Niño en el pesebre,
arreglado por José con pajas, lindas plantas y una colcha encima. El pesebre
estaba sobre la gamella cavada en la roca, a la derecha de la entrada de la
gruta, que se ensanchaba allí hacia el Mediodía. Cuando hubieron colocado al
Niño en el pesebre, permanecieron los dos a ambos lados, derramando lágrimas de
alegría y entonando cánticos de alabanza. José llevó el asiento y el lecho de
reposo de María junto al pesebre. Yo veía a la Virgen, antes y después del
nacimiento de Jesús, arropada en un vestido blanco, que la envolvía por entero.
Pude verla allí durante los primeros días sentada, arrodillada, de pie,
recostada o durmiendo; pero nunca la vi enferma ni fatigada.